viernes, 14 de mayo de 2010

Requiem aeternam...

Sé que él no nos necesita pero nosotros a él si.
La urna con sus cenizas, que beso con regularidad, reposa entre mi ropa. Sobre ella siempre hay objetos personales, de los tres, que van mutándose en un intento de tenerlo siempre cerca. Siempre está fría, fría como solo puede estarlo el metal del que está fabricada.
No es lo mismo besar al hijo que mandabas al colegio que esto, no es lo mismo llegar a casa, llamarlo y que responda a que no lo haga. El más absoluto silencio es la respuesta cuando alguna vez lo intento. Dirigirse al armario y besar de nuevo lo que resta de tanta vitalidad, vigor y energía no es lo mismo.
Nada es ya igual, la casa siempre está en orden, silenciosa, impoluta.
Sé que no soy el único, que somos legión, que es frecuente mi situación, pero esto nada remedia y si no te correspondió, amable lector, difícilmente me puedes entender.
Tengo casos bien cercanos:
Mi madre que perdió una hija y yo por tanto una hermana, en un instante, como se fue Jaime; mis tíos que pierden un hijo dejándoles su inestimable semilla en forma de cuatro nietos; mis cuñados que perdieron al suyo, súbitamente, como más duele. La nómina es inacabable.
Pues bien, nada comprendí hasta que no pasé a formar parte de la interminable y luctuosa lista, engrosada cada minuto.
Me reprocho constantemente la falta de sensibilidad en los momentos que debía haberla manifestado, pero estaréis conmigo, si hay algún lector de estas líneas integrado en la lista, que hay que probar para conocer y que a veces son excusables ciertos comportamientos en nuestros semejantes.
Estas confesiones son íntimas y generales a un tiempo, porque las cosas que le ocurren a un hombre les ocurren a todos.
La cita que consigno a continuación no es textual, me he permitido adaptarla, porque quiero y puedo hacerlo. Su autor Wolfgang Amadeus Mozart. La música que ilustrará esta entrada también será de él. No concluyó la obra, la muerte que ya le rondaba truncó su final.
Dado que la muerte es el verdadero fin de nuestra vida, me he habituado, desde hace algunos meses, a contemplarla como a una verdadera y excelente amiga, de tal forma que su rostro ya no tiene nada de terrible para mi, sino que, antes bien, me resulta serenante y consolador.”
Requiem aeternam dona eis, Domine.
(Dales Señor, el eterno descanso)



El Descendimiento, Roger van der Weyden