Quisiera acercarme a Dios, a mi religión de toda la vida, querría rezar, asumir los ritos, tener fe, ejercer como católico, sentir el culto con devoción y que la razón me lo permita.
Siento una necesidad perentoria de espiritualidad pero no acierto a encauzarla.
La soledad me produce un temor íntimo, miedo de mi mismo, hallo en la introspección un dolor y un goce a partes iguales, pero siento que cultivándola me acerco a la memoria de mi hijo de un modo positivo.
Los recuerdos, muy de vez en cuando, empiezan a resultar placenteros, ya no es todo puro dolor. Me he propuesto que el hecho de evocar su persona no sea para llorar sino todo lo contrario para espantar esta infinita tristeza que nos embarga.
¿Si todo lo que nos aconteció a su lado fue bueno, porque ha de ser ahora motivo de desolación? Es la añoranza de lo irrepetible, de lo que sé a ciencia cierta que no volverá, lo que me entristece.
Pero no es más que un juego perverso de la memoria; hay que ejercitarla en otra línea, de tal modo que lo que hoy es motivo de llanto incontenible, pronto sea de alegría. He convivido trece años con alguien excepcional y hoy eso es lo que cuenta.
“NO LLOREIS SI ME AMAIS,
SI CONOCIERAIS EL DON DE DIOS Y LO QUE ES EL CIELO.
SI PUDIERAIS OÍR EL CÁNTICO DE LOS ÁNGELES
Y VERME EN MEDIO DE ELLOS.
SI PUDIERAIS VER DESARROLLARSE ANTE VUESTROS OJOS, LOS HORIZONTES, LOS CAMPOS
Y LOS NUEVOS SENDEROS QUE ATRAVIESO…..”
(Fragmento de la Carta de Santa Mónica a su hijo San Agustín)
De 09.07.21 |