El tiempo es cíclico, argüían los pitagóricos; hoy como ayer, como el año pasado y el anterior me despertaré con la zozobra y la inquietud de la inminencia del encierro.
Una diferencia substancial define los dos últimos sanfermines, la ausencia, la insoportable ausencia de quien era mi compañero cada mañana. El perentorio encargo, la noche anterior, de despertarlo puntualmente sin falta, se repetía todos los días, dudando, no sin razón de mi caprichosa memoria.
Me complacía su compañía como complace a un padre compartir gustos y aficiones con su hijo; cualquiera que haya tenido hijos comprenderá de inmediato de que hablo. Pero cuando la afinidad es de la índole a la que me refiero, el goce de los dos camaradas alcanzaba momentos de intensidad vital irrepetibles.
Mañana se volverá a repetir, una vez más, el ritual, el cohete a las ocho en punto, los toros con los bueyes a toda velocidad enfilando la Cuesta de Santo Domingo, Mercaderes, Estafeta, hasta los corrales de la plaza arrollándolo todo, 2-3 minutos de paroxismo absoluto, y las lágrimas , una vez más también, como colofón al delirio.
Cincuenta años sin derramar una lágrima y ahora, no falto un día a la cita con el llanto.
No he corrido nunca, ni creo que lo haga ya. Admiro el valor y la inconsciencia, que viene a ser lo mismo, como virtudes de la condición humana; el esfuerzo físico unido al riesgo y al miedo es una vivencia difícil de percibir hoy en día, y lo digo yo que no tengo mas referente que el de haber corrido delante de la policía a caballo, aunque eso si, cuando la policía hacía honor a su misión y tarea con celo inmisericorde.