No faltó nadie, todos estuvimos en la fiesta, la velada discurrió impecablemente, todo funcionó a la perfección, todos estábamos contentos, nada atribulaba nuestros corazones, todo fueron parabienes y felicitaciones.
Y a continuación, nuevamente la calma, la vida sigue, la paz fluye, la primavera estalla, las golondrinas han regresado una vez más, y los gorriones, al amanecer cantan desaforados como siempre.
Solo una única nube tachona el impoluto cielo, tu ausencia, tu irreparable destierro, porque destierro es dejar sin tierra y también es estar lejos. Solo faltas tú, como me faltas en cada inspiración pulmonar o en cada sístole vascular.
El tránsito de la risa al llanto y viceversa se ha convertido en un sencillo hábito, en una peculiar y nueva función fisiológica, tan familiar y espontánea como pensar o comer. Qué agradable tiene que ser, medito a veces, yacer y dormir y no tener ya nunca tristeza ni dolor que sufrir, que el olvido tienda su espeso manto definitiva e inapelablemente.
Visto con objetividad, tal y como nos dice el bueno de Job, -pocos son los días del hombre nacido de mujer- y en consecuencia pocos serán los días de tribulación y tristeza. Esa es la esperanza, el alivio, y el lenitivo cotidiano del que agota sus días en vanas e insípidas tareas, y es del mismo modo el mejor incentivo y el mejor bálsamo para justificar la existencia socavada y minada del que perdió lo mejor de la suya.
Cada vez que escribo en los términos que lo acabo de hacer, me propongo no repetirlo, pero cada vez que me aplico a la tarea reincido nuevamente. No soy consecuente, me contradigo, hoy digo una cosa y mañana pienso otra. Así es, efectivamente me contradigo y me desdigo, y aquí dejo constancia, es más, me precio y jacto de ello.
Insertaré un vídeo con una canción que siempre me ha gustado, data de un tiempo en que el marchamo de lo catalán era para mí garantía de calidad, modernidad y tolerancia, algo perdido hoy irreparablemente. Habla de una fiesta con mucha gente y en la que solo faltaba una persona: -Y faltas tú– dice hacia el final.
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“En círculos psicoanalíticos se cuenta una historia bien conocida acerca de un hombre que es atormentado por un sueño recurrente. Este hombre se encuentra atrapado en una habitación; es incapaz de abrir la puerta y escapar. Registra la habitación en busca de la llave, pero nunca puede encontrarla. Con todas sus fuerzas intenta abrir la puerta, pero ésta no se mueve en lo más mínimo. No hay ninguna manera de salir de la habitación excepto a través de la puerta que él mismo no puede abrir. Está atrapado y tiene miedo. En una sesión con su analista el hombre se refiere a este sueño, el cual ha estado atormentándole durante años. El analista atiende cuidadosamente el relato del sueño, prestando atención a todos los detalles, e indica que quizás la puerta se abre en la dirección opuesta. Cuando tiene este sueño de nuevo, el hombre recuerda la sugerencia y descubre que la puerta abre hacia dentro sin resistencia alguna”.
Hoy en día somos muchos los que, en alguna ocasión, tenemos la sensación de estar atrapados, de estar encerrados en una vida que ya no parece ser satisfactoria. Teniendo un sentimiento de callada desesperación y mantenido a distancia a través de una actividad constante o de remedios milagrosos. La lección más básica y obvia que la vida ofrece, aparentemente tan difícil de comprender, es la de que la felicidad es un estado mental, y no algo que pueda ser adquirido del mundo exterior o de otras personas.
Conforme envejecemos nuestros sueños se desvanecen lentamente. Vamos convirtiéndonos en personas menos idealistas, más pragmáticas. Nos conformamos con lo que tenemos y tratamos de ser filosóficos en relación a esos sueños que nunca se cumplieron, o que sí se cumplieron pero resultaron estar vacíos de la promesa que en otro tiempo habían guardado. En su mayoría nuestras vidas se van asentando en moldes previsibles, y mientras tanto lo único que hacemos es contemplar tristemente nuestros sueños rotos o vacíos. En su poema “La Puerta”, el poeta e inmunólogo checo Miroslav Holub nos incita a tener el valor de contemplar nuestras vidas con nuevos ojos.
Ve y abre la puerta.
Quizás afuera haya un árbol,
un bosque, un jardín,
una ciudad mágica.
Ve y abre la puerta.
Quizás haya un perro hurgando.
Quizás veas una cara, o un ojo,
o la imagen de una imagen.
Ve y abre la puerta.
Si hay niebla,
se despejará.
Ve y abre la puerta.
Aunque no haya nada más
que el tictac de la noche,
aunque no haya nada más
que el sordo aire,
aunque no haya nada,
ve y abre la puerta.
Al menos hará viento.
La puerta de la que habla el poeta es la puerta que se abre hacia dentro para revelar nuestras necesidades más profundas al igual que nuestras más elevadas aspiraciones. La meditación es un modo de abrir esa puerta. Al abrirla das el primer paso en el “sueño” del despertar que, a través de la historia, ha sostenido la imaginación de la humanidad. Es un sueño sin final predeterminado; es una aventura -la aventura de recrearnos, de reconvertirnos-. Es el gran mito humano del trascenderse a uno mismo.
Llamarlo “mito” no implica que sea irreal. Significa, sin embargo, que es más real; significa que comenzamos a conectar con nosotros mismos de una manera más profunda, a experimentarnos a nosotros mismos como partes de algo mucho más grande y más inmenso. Nos adentramos en la totalidad del curso de la vida.
La puerta de la meditación es la puerta de la conciencia y el amor universal, de la expansión sin un límite conocido. La meditación empieza con el proceso de adentrarse en uno mismo y nos conduce a emerger en la corriente misma de la vida, siendo nuestra separación de ésta la causa de nuestro más profundo descontento. Cuando abrimos esta puerta nunca sabemos lo que vamos a encontrar -sí, puede que sea “un perro hurgando”, pero quizás haya “un jardín o una ciudad mágica”-. La meditación es una apertura. “Al menos soplará el viento”.
José Manuel Alonso (padre de Alberto)
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